Figurar lo humano en el Siglo XX

22.07.2009 00:49

DEBATS 79
ESPAIS

Figurar lo humano en el Siglo XX

Por proteiforme que pueda parecer, la representación que los artistas modernos realizan del cuerpo humano no manifiesta, sin embargo, un recubrimiento imperfecto. ¿Qué se entiende por ello? Con la llegada de la modernidad, se representa el cuerpo de mil maneras. Esta multiplicidad de representaciones no entrega, sin embargo, la “imagen-cuerpo” perfecta, aquélla que englobaría las demás, que se prevendría de ser la forma última y suficiente, y que devolvería al cuerpo su verdad. La extraordinaria proliferación de imágenes del cuerpo registrada durante el siglo veinte es, en este sentido, un indicador de crisis, no de conquista. El cada vez mayor número de imágenes del cuerpo, y la cada vez mayor variedad de las mismas, no significan que se pueda ver mejor. Suponen una constatación, más bien, de la inaccesibilidad de la figura corporal.

Como dice el artista holandés Stanley Brouwn, interesado en el tratamiento de su cuerpo como patrón de medida, tengo dos casas, mi piel y el universo. Bella fórmula, sin duda, pero que reenvía a un abismo. Abismo de la posición: ¿dónde estoy yo?, preguntaba ya Blaise Pascal. Abismo, también, de la representación: ¿cómo representar este cuerpo que no tiene un locus designado?. Justificar la representación del cuerpo resulta, ciertamente, inútil, máxime cuando determinadas civilizaciones se niegan a ello (las civilizaciones judía o islámica, por razones relacionadas con la prohibición de la idolatría). ¿Qué decir, por tanto, del cuerpo? La vida –escribe Michel Bernard- nos lo impone cotidianamente, ya que es en él y por él que sentimos, que deseamos, actuamos, expresamos y creemos (...) Vivir, en este sentido, no es para ninguno de nosotros sino asumir la condición carnal de un organismo cuyas estructuras, funciones y poderes nos provén acceso al mundo, nos abren a la presencia corporal de los otros Nota 1. La evidencia de “ser” que tiene para nosotros un cuerpo exige, sabido esto, un retorno de la representación corporal. Como enseña el psicoanálisis, el cuerpo es una realidad absolutamente tangible, aunque también dividida. Un objeto, pero también un sujeto. El soporte del yo, pero, también, el de los otros. Una encarnación que, cuando se ofrece como una representación, se halla condenada a la variación. En suma, una substancia no neutra, de difícil comprensión, que los artistas contemporáneos no dominan mejor que cualquier otro.

Variantes de la representación

Representar el cuerpo moderno no es, simple e ingenuamente, servirse de una realidad libre, del todo emancipada. Más bien, y como lo muestra el arte del siglo XX, se trata de escenificar, al mismo tiempo, la crisis de la psique (el inconsciente), la crisis de la figuración (el cubismo), la crisis de la respetabilidad (Dada), en definitiva, la crisis de la dignidad (las muertes en masa a causa de la guerra, la humillación política, el genocidio). La “imagen-cuerpo” moderna, en el nivel material, es un soporte de la catarsis. En ella, se recrea el examen pasional de una tensión dolorosa e irresoluble entre el cuerpo y el pensamiento del cuerpo, del mismo modo que la tragedia recreaba para los griegos de entonces sus grandes sufrimientos sociales.

Se trata, pues, de figurar el cuerpo moderno. Y, para ello, nos encontramos con una primera opción estética: adecuarse a las prácticas clásicas, esto es, aquéllas que pasan por la representación ordinaria, y que demuestran su interés por la figura. En este caso, el artista o no innova o lo hace poco, ofrece un cuerpo de imágenes que declinan la forma (Matisse, Picasso y tantos otros, que fascinan con la apariencia del cuerpo y sus posturas), recurre, cada vez menos, a la pintura, y, cada vez más, a medios tales como la fotografía o el vídeo. Salvo la mutación gradual de los medios, esta manera de proceder continúa los usos en curso. La imagen del cuerpo resultante, que milita por la belleza, por la fealdad o por la visión realista, es una imagen invariablemente sobreidentitaria. Compréndase, una imagen que declina menos una verdad del cuerpo que un punto de vista derivado de la doxa, acentuando el valor simbólico que se le presupone: cuerpo que declina a todo y al que se le asocia una belleza humana (Warhol, Newton), una positividad de opereta (el arte totalitario), un sufrimiento exacerbado y complaciente (Munch, Schiele, Bacon)...

Frente a esta opción, existe una segunda y tercera manierae: de una parte, poner en evidencia la duda, la sospecha que se dirige hacia la noción misma de humanidad. En este caso, el trabajo del artista consiste en humillar, en degradar la imagen del cuerpo a través de una agresividad negativa que se traduce en un vocabulario plástico como el de la desestructuración visual: deformaciones, tachaduras, subrayado de la fealdad (Bellmer, Arnulf Rainer, Gerard Gasiorowski, Jacques Lizène)...De otra parte, la opción del Todo otro, hasta de lo monstruoso, particularmente desarrollado de común acuerdo con las nuevas tecnologías numéricas, principalmente el morphing y la imagen virtual (Orlan, Mathew Barney, Lawick Müller, Ines Van Laamswerde). Esta vez, el artista inventa un cuerpo, crea un cuerpo que no tiene y que no es, olvida el cuerpo real en beneficio de un ser mutante, sorprendido por la metamorfosis. Celebración de un cuerpo futuro, quizás "poshumano", reflejo de este cuerpo psíquica y ontológicamente reformulado que configuran, en la realidad, las biotecnologías, la cirugía de los trasplantes o la plástica estética.

Una cuarta opción estética, más singular, va a residir, en fin, en la intervención psíquica directa. No importa, en este caso, que el cuerpo se haga papilla por las imágenes, y que llegue a convertirse en objeto de contemplación. Esta nueva etapa reviste una naturaleza evidentemente subversiva. El artista revoca la imagen, se inclina por la encarnación pura y simple. Esta evolución testimonia, a partir de los años 1950, el intenso desarrollo del arte corporal, del accionismo y de las performances. En este caso, el artista expone su propio cuerpo, lo arranca al territorio de las imágenes para proyectarlo directamente en el perímetro de la realidad, de un modo intervencionista. Desciende también a la arena (el art engagé), se moldea en el activismo y la participación (David Medalla, Lygia Clark...), se emplea en las actividades que no eran hasta entonces dominio del arte: creación de empresas (Duchamp), participación en la vida económica (Artists Placement Group), constitución de estructuras mediáticas (General Idea), etc. Por complejo e irresoluble que sea, esta refundación de la relación del artista con el cuerpo es, desde entonces, menos un asunto de apariencia, de figuración del yo, que un permanente cuidado por ser co-presente en lo real. Se trata, por tanto, de habitar el mundo más que de imaginarlo.

La lección que hay que retener, si es que existe alguna, es la apertura sin precedentes de la representación del cuerpo, y, para decirlo todo, su desbordamiento. Para el artista, el cuerpo es convocado según unos ángulos demasiado abiertos como para ser cerrado y circunscrito. El final del siglo XX, en un movimiento que corre el peligro de llevárselo todo, ve incluso multiplicarse las obras que usan el cuerpo olvidándolo, sin dejarlo ver, tratándolo como una entidad ausente. Willie Doherty, Jaqueline Salmon, Unglee (su célebre serie de las Desapariciones, en la que el artista el artista veía publicar su propia necrológica en numerosos periódicos, variando, en cada ocasión, las circunstancias de su vida y la muerte por él inventada)... Existen numerosos artistas que hablan del hombre a través de la moda metonímica de la desaparición, como si no hubiera nada interesante que mostrar y evocar. Confundidas la apariencia y la naturaleza, sólo cabe decir, pues, adiós al cuerpo.

Cuerpo experimental y traumatismo

Tal y como se puede percibir a la luz de estos recordatorios, el siglo XX ha acentuado la propensión del artista a representar el cuerpo en general, y su cuerpo en particular. Pero en el sentido más marcado, esta vez, de una experiencia. En la medida en que es una forma, una morphe, el cuerpo se transforma en pura lógica, como, naturalmente, lo son los bienes del arte. Con esta particularidad, y suponiendo que se considere el cuerpo desde la vertiente del arte, el artista no hace más que probar su cuerpo, a la manera en que lo hace cada hijo de vecino. Aún así hace falta escribir la fórmula. La obra de arte juega este papel; una obra de arte que no es nunca un puro objeto plástico, sino el equivalente de un objeto-cuerpo, un artefacto que habla para el cuerpo con el fin de vivir y realizarse. Para el artista, el hecho de escribir la fórmula del cuerpo dándole una forma específica tiene, igualmente, esta consecuencia paradójica, que surge de la no-transitividad, del ahogo incluso, de esa sensación de asfixiarse que se descubre en el caso de los creadores, comenzando por ese Antonin Artaud que, en sus Dessins de Rodez, terminó por enloquecer Nota 2: eligiendo su cuerpo como “objeto de arte” Nota 3, el artista mira más cerca, permanece en su carne, en las representaciones egoístas que forma de ésta, en la única red sensible e inteligible que se organiza a partir de ella. Al operar de este modo, se convierte en su propia causa de experiencia.

Esta noción de “auto-experimentación” del cuerpo caracteriza, más que ninguna otra, la relación que el artista del siglo XX entabla con su propia representación. Hasta entonces, en Occidente, la representación del cuerpo, ya fuera la de raíz clásica o, incluso, anterior, se resumía, esencialmente, en la escenificación del corpus divino y emblemático de la perfección (“Dios crea al hombre a su imagen, a su imagen él lo crea”, dice la Biblia), o en la de su expresión contraria, la fealdad, interpretada como símbolo de su condena. Desacralizando y entronizando la gradual secularización de los valores, el siglo XIX contribuyó, al contrario, a establecer la noción del cuerpo como materia aventurada, una materia en la que perderse y que, desde entonces, se requisa para diversos fines demostrativos. Un Goya valoriza el cuerpo que sufre, la monstruosidad, las figuras de la humillación. Un Courbet, por su parte, el cuerpo real o trabajador. Un Manet, el cuerpo como figura aburrida. Un Van Gogh, el cuerpo arrojado fuera del mundo, etc. El siglo XX perpetúa esta línea y la intensifica con constancia. El hecho de “experimentar” el cuerpo conduce, entonces, al artista a modificar, incluso, la relación entablada, hasta entonces, con la imagen, que, para algunos –según se ha dicho-, llega a convertirse en una superficie inútil.

Este entusiasmo en “sacar” el cuerpo de la imagen, tan propio del siglo XX, no tiene nada que ver con la euforia. El sentimiento dominante es que el cuerpo nos huye, que su representación derrapa, o se muestra vana, desustancializada. La razón principal, sin duda, reside en los efectos traumáticos de la crisis histórica del humanismo que impulsa la modernidad; una crisis que va a hallar sus acentos más fuertes en las filosofías pesimistas (Freud, Valéry, Unamuno), en las defensoras de absurdo (Camus, Beckett), y, por supuesto, en la implacable tesis de la “muerte del hombre” que Foucault sostendrá ya en Les Mots et les Choses, y que constituye un violento cuestionamiento del principio de la positividad humana Nota 4. ¿Multiplican los artistas las representaciones del cuerpo? Hace falta poder bruñir una figura satisfactoria, apta para erotizar la relación narcisista que mantenemos con nosotros mismos (¿Mi cuerpo? No lo amo, ni a él ni a su imagen). A buen seguro, la edad clásica vivía, por comparación, en un ambiente de mayor serenidad simbólica. Las representaciones del cuerpo que allí se generaron se inscribían en una tradición bien establecida: la de las demandas religiosa, de imitación y de un estricto código académico, de naturaleza inteligible. La modernidad, en materia de representación artística del cuerpo, supone, al contrario, la irrupción de lo imposible del cuerpo y de su pendant lógico, la “imagen cuerpo” imposible, ya sea ésta, incesantemente, arriesgada, reiterada y tentada.

Una empresa irrealizable

Tal y como es formulada por el arte del siglo XX, la “imagen-cuerpo” señala, en sustancia, una doble evolución contradictoria: de un lado, la presencia radical (la performance, el arte de intervención...); de otro, la evanescencia o el rechazo del yo (el poshumanismo, el “desaparicionismo”). Esta evolución da que pensar, en la medida en que la misma aparece como una negación de las opciones genéricas de lo moderno. El proyecto moderno –recuérdese- comprendió bien, en su origen, que el artista se da un cuerpo otro: ese cuerpo dinámico, violento, autoritario, fundador en todo caso de aquél propio del vanguardista, tan pródigo en representaciones heroicas o autosuficientes de la figura humana. Un siglo más tarde, esta exaltación de la corporeidad hipertrofiada no ha tenido continuidad. Y es que, desde este momento, la duda posmoderna genera menos héroes que figuras vacilantes que no saben dónde situarse, habida cuenta de la existencia de tantos fantasmas como cuerpos sobre los que hablar, así como de la mucha monstruosidad perceptible. Se asiste, pues, con la posmodernidad, a un advenimiento de lo incierto: el cuerpo como fórmula inestable, como figura que se esquiva, que se escapa a veces, que no se la sabe representar de ninguna forma sin dudar, igualmente, del valor de lo que se representa.

En este caso, el tratamiento del cuerpo propio del siglo XX se revela en un estado de concordancia con los principales accidentes simbólicos registrados por la historia: 1) abandono casi definitivo de la concepción del corpus de esencia divina; 2) crecimiento del materialismo, que amplía su vía de expansión a las teorías del “hombre-maquina”, constituidas en el fundamento de una relación más técnica que ética con el cuerpo; y 3) crisis profunda y, sin duda alguna, irreversible, del humanismo, acelerada, dramáticamente, por las tragedias de la segunda guerra mundial. La representación artística del cuerpo constituye, en rigor, un calco de esta evolución. La suya no es, nunca más, una forma fijada, sino en constante devenir, víctima de la brutalidad y la deshumanización, y, en ocasiones, hasta de la desmaterialización. El actual cuerpo estetizado se ofrece más como proposición problemática que como encarnación del “ser”. Al no poseer ya una significación acabada, cesa de aparecer como una apariencia única, para dispersarse, a continuación, en unas figuras frecuentemente equívocas o ambivalentes. ¿Podríase hablar, por tanto, del cuerpo para el arte? Un mundo más lejano, cuya conquista se ve retrasada a mañana. Un ser enigmático, lo “eterno extraño” del cual habla Emmanuel Levinas.

El arte del siglo XX consagrado al cuerpo aparece, a decir verdad, como el heredero de una empresa irrealizable. Pero ¿es que acaso los siglos precedentes fueron, en materia de arte corporal, más clarificadores que el momento actual? Dicha cuestión del cuerpo fue reglada, entonces, mediante la utilización de expedientes, de schemata legitimados por la cultura de las élites encargada de mantener el orden simbólico: el modelo cristiano, el mimético, la búsqueda plástica de la bella forma, el cuerpo idealizado, etc....todas ellas surgen como elecciones tácticas o afectivas que no garantizan, en modo alguno, el acceso a la figura exacta, pero que, al menos, adquirieron el valor de fórmulas. Luego, tan pronto como la conciencia occidental tomó conciencia de que nunca más sabría concebir el cuerpo en términos metafísicos –a lo peor, como el vil complemento del alma, a lo mejor como su vertiente orgánica-, era necesario que el artista se entregara a una verdadera empresa de refundación conceptual. De acuerdo con la afirmación de la modernidad, representar el cuerpo equivale, en suma, a poder (o deber) hacer unas elecciones. Al artista, se le ofrecen, desde entonces, demasiadas maneras de dar a ver. Y todo ello sin que sea seguro que las nuevas manierae valgan la pena, y que éstas declinen, a su medida, este cuerpo que, de ahora en adelante, aparece ligado a la idea de complejidad, a la esencia indescifrable.

La idea que debe de retenerse –si es que, verdaderamente, existe una- es que el artista no sabría declinar el cuerpo sin inscribirlo en la retórica de un cuestionamiento que, como ha afirmado Blanchot, debería de ser mantenido indefinidamente. La razón de este interminable cuestionamiento reside en la posición misma del artista, esto es, en su doble y perpetua situación tanto en el interior (yo habito en mi cuerpo) como en el exterior (yo me represento habitando este cuerpo que es el mío) de sí . Según Jean-Luc Nancy: “El cuerpo es esta extensión por la cual lo toco todo, todo me toca y por ese contacto, incluso, estoy separado de todo. El cuerpo es lo que me pone fuera, en el sentido en el que el sujeto está siempre fuera de sí, soy yo en tanto que exterioridad” Nota 5. Tratándose de la relación entre arte y cuerpo, todo pasaría, pues, como con esos animales que viven gracias a un estómago exterior, en virtud de un mecanismo –dicen los biólogos- de exogastrulación. Vida orgánica, de un lado, que se autoestructura y halla sus vías de supervivencia en sus propias fuentes materiales; y, de otro, vida simbólica, que requiere de una representación por la cual el arte vendría a servirse de un “estómago exterior”, de un órgano para producir, macerar y digerir ese reflejo de sí misma decididamente necesario para la especie humana que vive como humanidad, esto es, como animalidad dotada del poder de representarse, de disfrutar de su misma figura. No olvidando, empero, que el poder de representarse no garantiza, nunca, el acceso a la representación.

Paul Ardenne es ensayista e historiador de arte contemporáneo. Profesor en la Universidad de Amiens (Francia), colabora en numerosas revistas internacionales (Art Press, Beaux-Arts Magazine, Esse...). Es autor de numerosas obras consagradas a la cultura y el arte de hoy en día, entre las cuales destacan Art, l’âge contemporain (1997), L’Art dans son moment politique (2000), y L’Image Corps –Figures de l’humain dans l’art du 20e siècle (2001).

© Paul Ardenne
Traducción de Pedro A. Cruz Sánchez

NOTAS:

1 BERNARD, M., Le corps, París, Editions du Seuil, 1972, p. 7.
2 Dibujos éstos realizados en 1946, cuando Artaud estaba internado por enfermedad mental. Para un análisis sobre éstos, vid. Paul Thévenin y Jacques Derrida, Antoni Artaud, dessins et portraits, París, 1986.
3 Henry-Pierre Jeudy, Le Corps comme objet d’art, París, Armand Colin, 1998.
4 Michel Foucault, Les Mots et les Choses, París, Gallimard, 1966.
5 Jean-Luc Nancy en Libération (17 de febrero de 2000), « Livres », p. III.

Buscar en el sitio